
Al mirar un mapa, una isla nos da la ilusión de ser un pequeño mundo en sí misma. Con sus límites bien definidos parece contener una sociedad impermeable al paso del tiempo y de las estaciones, más inmediata de descifrar porque a salvo de la cambiante complejidad del mundo. Pero se trata de una mistificación, aún más si – como Sicilia – vive a la sombra de uno de los imaginarios más penetrantes e inscalfibles que un lugar tan pequeño ha logrado crear. Detrás de la isla «construida y reconstruida por los libros, las películas, los cuadros, la fotografía en blanco y negro» hoy hay una nueva, escondida, pero no por eso menos real. La urbana y metropolitana, la de los desembarcos, la del vino y la fruta tropical. Una Sicilia a veces invisible como los venenos que el segundo polo petroquímico de Europa descarga en el mar y en el aire. Como los migrantes que llegan a Lampedusa, mantenidos a distancia de las trayectorias de los turistas y los locales. Como los flujos de población que le otorgan el triste primado entre las regiones italianas por emigración. Un lugar donde los extremos conviven, como los barrios del centro en Palermo, donde vibra la capital de la cultura y vegeta la ciudad invisible del crack. La Sicilia donde los cambios climáticos transforman el paisaje agrícola cada vez más en riesgo de inundaciones y desertificación, y alguien se aprovecha para sustituir la vid con el café y el aguacate. Lejos de intentar explicarla, las páginas que siguen recogen postales de esta nueva Sicilia. Son imágenes borrosas, porque el sujeto está en gran movimiento. Porque también Sicilia se mueve y, sí, cambia.
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Al mirar un mapa, una isla nos da la ilusión de ser un pequeño mundo en sí misma. Con sus límites bien definidos parece contener una sociedad impermeable al paso del tiempo y de las estaciones, más inmediata de descifrar porque a salvo de la cambiante complejidad del mundo. Pero se trata de una mistificación, aún más si – como Sicilia – vive a la sombra de uno de los imaginarios más penetrantes e inscalfibles que un lugar tan pequeño ha logrado crear. Detrás de la isla «construida y reconstruida por los libros, las películas, los cuadros, la fotografía en blanco y negro» hoy hay una nueva, escondida, pero no por eso menos real. La urbana y metropolitana, la de los desembarcos, la del vino y la fruta tropical. Una Sicilia a veces invisible como los venenos que el segundo polo petroquímico de Europa descarga en el mar y en el aire. Como los migrantes que llegan a Lampedusa, mantenidos a distancia de las trayectorias de los turistas y los locales. Como los flujos de población que le otorgan el triste primado entre las regiones italianas por emigración. Un lugar donde los extremos conviven, como los barrios del centro en Palermo, donde vibra la capital de la cultura y vegeta la ciudad invisible del crack. La Sicilia donde los cambios climáticos transforman el paisaje agrícola cada vez más en riesgo de inundaciones y desertificación, y alguien se aprovecha para sustituir la vid con el café y el aguacate. Lejos de intentar explicarla, las páginas que siguen recogen postales de esta nueva Sicilia. Son imágenes borrosas, porque el sujeto está en gran movimiento. Porque también Sicilia se mueve y, sí, cambia.